Tengo cinco años y estoy con mi madre en el pasillo de un hospital. No sé por qué estoy ahí. Apretados contra el muro de baldosas verdes hay más niños de mi edad, también acompañados por sus madres. No los conozco. Lloran mucho, gritan, quieren irse lejos de ahí. Tienen mucho miedo. El ruido de decenas de niños asustados me estremece. Oigo hablar de pinchazos y de algo llamado “vacuna”; intuyo que es algo muy doloroso, pues los niños entran y salen de una puerta y en ningún momento dejan de gritar y llorar.
Tengo cinco años y mucho miedo. Pero en lugar de llorar como los demás, trago saliva y permanezco impasible. Quiero parecer fuerte: en ese momento pienso que es lo más adecuado. Algunas madres me señalan: “Mira ese niño qué valiente que es, que no llora”. Los pequeños me miran con recelo y siguen llorando, pero yo siento un calor agradable. Estoy interpretando un papel y acaban de darme un premio. Aprieto la mano de mi madre, quien también se muestra impasible. Sabe que su hijo no llorará. Sé que lo sabe, y no quiero decepcionarla.
Han pasado tres décadas desde aquel momento, y aunque siga siendo ese niño que no quería llorar, ahora me lo permito cada vez más. Querré que mi hijo me vea llorando y querré ver sus lágrimas. Así, cuando tengamos miedo o algo nos hiera, no tendremos que ocultarlo. Podremos matar juntos nuestros dragones en lugar de darles cobijo en un castillo de silencio.